Especial: La Leyenda De Los Hermanos Barbarroja
La leyenda de los hermanos Barbarroja
Durante cuatro interminables décadas Aruj y Jeireddín arrasaron las costas del “Mar Blanco” occidental y tuvieron en vilo a una cristiandad aterrorizada y totalmente a merced de los corsarios berberiscos.
De todos los destinos posibles en un imperio en guerra con incontables enemigos, para un soldado español del siglo XVI el norte de áfrica era, sin duda el más temido. Bajo un sol abrasador en un teatro tenido por secundario y, por tanto, frecuentemente mal abastecido, los presidios norteamericanos (enclaves defensivos en las posesiones exteriores de la corona española), se nutrían de condenados que purgaban sus delitos en Oran, Melilla o Mazalquivir. El Magreb era un infierno para los cristianos: la corona española conocía el precio de dejar aquellos territorios a merced del enemigo a unas cuantas horas de navegación de la Península Ibérica; pero al mismo tiempo siempre tuvo otras prioridades en su ajetreada política exterior. Poco a poco se fue forjando una leyenda negra de aquel nido de piratas, renegados, mercenarios y otras gentes de mal vivir. Ningún soldado en su sano juicio quería cumplir servicio en el Magreb. Pero si se era uno de los infelices que daban con sus huesos en uno de los inhóspitos presidios norteafricanos, se sabía que una vez ahí no había escapatoria, que únicamente se saldría muerto.
El Magreb se había consolidado en la primera mitad del siglo XVI como la última frontera entre dos colosos, la llave del mediterráneo occidental, el punto de choque de dos civilizaciones enfatizado por los irreconciliables prejuicios raciales y religiosos. En el Magreb dos mundos antagónicos entraban en colisión; el mundo cristiano, acaudillado por la dinastía Habsburgo reinante en España, y la Turquía otomana. Pero la pésima reputación de los presidios africanos se había gestado a fuego lento durante décadas de violencia marítima sin precedentes. A mediados del siglo el Mar Blanco (que es cómo los turcos llamaban al Mediterráneo) estaba infestado de piratas y corsarios berberiscos (un vago referente racial este, bajo el cual los cristianos englobaban a infieles de toda procedencia) cuya base de operaciones desde hacía décadas no era otra que el norte de África, específicamente Argel, centro neurálgico de las actividades piraticas practicadas bajo patente de corso (documento expedido por un Estado autorizando a un pirata acosar y asaltar a cuantas naves enemigas se pusieran enfrente) del sultán otomano. Pero si los presidios norteafricanos eran el destino más indeseable para un soldado español de la época, era por culpa de un fantasma.
En el verano de 1546 Constantinopla (actual Estambul), capital del imperio otomano, se vistió de luto para despedir a uno de los más grandes marinos de la historia del Mediterráneo. Homenajeando a su muerte como un héroe nacional, Jeireddín Barbarroja expiraba el último aliento dejando atrás de sí un rastro de destrucción, violencia y terror sin precedentes. Mientras en Constantinopla lloraban la pérdida del más grande almirante que rigió nunca los destinos de la Armada turca, en el occidente cristiano se festejaba con júbilo. Años de matanzas, deportaciones masivas, aldeas en llamas, familias rotas y terror en su más cruda dimensión parecían llegar a su fin con la muerte del corsario mas celebre de la historia del Mediterráneo. Pero su huella era demasiado profunda y su nombre difícil de olvidar; corrían rumores de que Barbarroja abandonaba su tumba a voluntad para caminar entre los vivos. Su fantasma siguió aterrorizando al mundo cristiano durante mucho tiempo. Codo con codo con su hermano Aruj, había sido dueño y señor de las aguas del mediterráneo durante décadas y su legado era y seguirá siendo en mucho tiempo una losa para la monarquía española.
Durante cuatro interminables décadas Aruj y Jeireddín arrasaron las costas del “Mar Blanco” occidental y tuvieron en vilo a una cristiandad aterrorizada y totalmente a merced de los corsarios berberiscos.
De todos los destinos posibles en un imperio en guerra con incontables enemigos, para un soldado español del siglo XVI el norte de áfrica era, sin duda el más temido. Bajo un sol abrasador en un teatro tenido por secundario y, por tanto, frecuentemente mal abastecido, los presidios norteamericanos (enclaves defensivos en las posesiones exteriores de la corona española), se nutrían de condenados que purgaban sus delitos en Oran, Melilla o Mazalquivir. El Magreb era un infierno para los cristianos: la corona española conocía el precio de dejar aquellos territorios a merced del enemigo a unas cuantas horas de navegación de la Península Ibérica; pero al mismo tiempo siempre tuvo otras prioridades en su ajetreada política exterior. Poco a poco se fue forjando una leyenda negra de aquel nido de piratas, renegados, mercenarios y otras gentes de mal vivir. Ningún soldado en su sano juicio quería cumplir servicio en el Magreb. Pero si se era uno de los infelices que daban con sus huesos en uno de los inhóspitos presidios norteafricanos, se sabía que una vez ahí no había escapatoria, que únicamente se saldría muerto.
El Magreb se había consolidado en la primera mitad del siglo XVI como la última frontera entre dos colosos, la llave del mediterráneo occidental, el punto de choque de dos civilizaciones enfatizado por los irreconciliables prejuicios raciales y religiosos. En el Magreb dos mundos antagónicos entraban en colisión; el mundo cristiano, acaudillado por la dinastía Habsburgo reinante en España, y la Turquía otomana. Pero la pésima reputación de los presidios africanos se había gestado a fuego lento durante décadas de violencia marítima sin precedentes. A mediados del siglo el Mar Blanco (que es cómo los turcos llamaban al Mediterráneo) estaba infestado de piratas y corsarios berberiscos (un vago referente racial este, bajo el cual los cristianos englobaban a infieles de toda procedencia) cuya base de operaciones desde hacía décadas no era otra que el norte de África, específicamente Argel, centro neurálgico de las actividades piraticas practicadas bajo patente de corso (documento expedido por un Estado autorizando a un pirata acosar y asaltar a cuantas naves enemigas se pusieran enfrente) del sultán otomano. Pero si los presidios norteafricanos eran el destino más indeseable para un soldado español de la época, era por culpa de un fantasma.
En el verano de 1546 Constantinopla (actual Estambul), capital del imperio otomano, se vistió de luto para despedir a uno de los más grandes marinos de la historia del Mediterráneo. Homenajeando a su muerte como un héroe nacional, Jeireddín Barbarroja expiraba el último aliento dejando atrás de sí un rastro de destrucción, violencia y terror sin precedentes. Mientras en Constantinopla lloraban la pérdida del más grande almirante que rigió nunca los destinos de la Armada turca, en el occidente cristiano se festejaba con júbilo. Años de matanzas, deportaciones masivas, aldeas en llamas, familias rotas y terror en su más cruda dimensión parecían llegar a su fin con la muerte del corsario mas celebre de la historia del Mediterráneo. Pero su huella era demasiado profunda y su nombre difícil de olvidar; corrían rumores de que Barbarroja abandonaba su tumba a voluntad para caminar entre los vivos. Su fantasma siguió aterrorizando al mundo cristiano durante mucho tiempo. Codo con codo con su hermano Aruj, había sido dueño y señor de las aguas del mediterráneo durante décadas y su legado era y seguirá siendo en mucho tiempo una losa para la monarquía española.
Dinastía de corsarios
Nacidos en la isla griega de Lesbos, Elias Isak, Aruj e Hizir (Futuro Jeireddín) eran los cuatro hermanos de una familia de musulmanes conversos; se dedicaban a la pesca pero pronto entendieron que había una manera mucho más rentable de ganarse la vida en el mar; la piratería. En 1501 los hermanos tuvieron un infeliz encuentro con los caballeros de la Orden de San Juan, ultimo bastión de la cristiandad en el Mediterráneo oriental, cruzados reconvertidos en azote marítimo del mundo islámico y temibles y experimentados corsarios. Elías perdió la vida, y Aruj, el mayor de los hermanos fue hecho prisionero. Sirvió en galeras durante cuatro años. Viviendo en condiciones miserables, pero sobrevivió para contarlo y tomarse cumplida venganza contra sus captores. Resentido contra el mundo cristiano por esos cuatro años de penurias, volvió al mar con más fuerza que nunca. Pero pronto el Mediterráneo oriental se quedo pequeño; Venecia y Génova ya no tenían la pujanza de antaño, y el gran botín estaba ahora en el Oeste, en el Adriático, en las islas y en el desamparado litoral español. Así las cosas Aruj e Hizir pusieron rumbo a Occidente, estableciendo su base de operaciones en la isla de Djerba, que ofrecía un puerto natural idóneo para el ejercicio de la piratería. Es allí donde comienza a forjarse la leyenda de los hermanos corsarios.
En virtud de un acuerdo con el sultán de Túnez, lograron permiso para atracar sus barcos en el puerto de la ciudad, La Goleta. Es desde ahí donde el ambicioso Aruj fijo como objetivo por vez primera la costa española. Aun estaba reciente en los reinos hispanos la expulsión de los moriscos (musulmanes bautizados voluntariamente o a la fuerza como católicos) del reino de Granada en 1502. Con la conquista del último bastión islámico en España, un considerable número de hispanos musulmanes quedaba en una situación de sometimiento extremadamente delicada. La convivencia no era, ni mucho menos, idílica, y Aruj e Hizir supieron capitalizar a su favor el descontento de los moriscos abriendo una grieta en el litoral levantino español que nadie sabía cómo tapar. Los moriscos proporcionaban inteligencia muy valiosa a los piratas, y con frecuencia se sumaban a la causa aprovechando los saqueos en puntos clave del litoral, donde eran evacuados por Aruj y otros corsarios berberiscos, engrosando las filas de los hermanos. Todo ello proporciono un privilegiado conocimiento geográfico del litoral español, una familiaridad con la lengua y un apoyo logístico fundamental desde la costa.
Nacidos en la isla griega de Lesbos, Elias Isak, Aruj e Hizir (Futuro Jeireddín) eran los cuatro hermanos de una familia de musulmanes conversos; se dedicaban a la pesca pero pronto entendieron que había una manera mucho más rentable de ganarse la vida en el mar; la piratería. En 1501 los hermanos tuvieron un infeliz encuentro con los caballeros de la Orden de San Juan, ultimo bastión de la cristiandad en el Mediterráneo oriental, cruzados reconvertidos en azote marítimo del mundo islámico y temibles y experimentados corsarios. Elías perdió la vida, y Aruj, el mayor de los hermanos fue hecho prisionero. Sirvió en galeras durante cuatro años. Viviendo en condiciones miserables, pero sobrevivió para contarlo y tomarse cumplida venganza contra sus captores. Resentido contra el mundo cristiano por esos cuatro años de penurias, volvió al mar con más fuerza que nunca. Pero pronto el Mediterráneo oriental se quedo pequeño; Venecia y Génova ya no tenían la pujanza de antaño, y el gran botín estaba ahora en el Oeste, en el Adriático, en las islas y en el desamparado litoral español. Así las cosas Aruj e Hizir pusieron rumbo a Occidente, estableciendo su base de operaciones en la isla de Djerba, que ofrecía un puerto natural idóneo para el ejercicio de la piratería. Es allí donde comienza a forjarse la leyenda de los hermanos corsarios.
En virtud de un acuerdo con el sultán de Túnez, lograron permiso para atracar sus barcos en el puerto de la ciudad, La Goleta. Es desde ahí donde el ambicioso Aruj fijo como objetivo por vez primera la costa española. Aun estaba reciente en los reinos hispanos la expulsión de los moriscos (musulmanes bautizados voluntariamente o a la fuerza como católicos) del reino de Granada en 1502. Con la conquista del último bastión islámico en España, un considerable número de hispanos musulmanes quedaba en una situación de sometimiento extremadamente delicada. La convivencia no era, ni mucho menos, idílica, y Aruj e Hizir supieron capitalizar a su favor el descontento de los moriscos abriendo una grieta en el litoral levantino español que nadie sabía cómo tapar. Los moriscos proporcionaban inteligencia muy valiosa a los piratas, y con frecuencia se sumaban a la causa aprovechando los saqueos en puntos clave del litoral, donde eran evacuados por Aruj y otros corsarios berberiscos, engrosando las filas de los hermanos. Todo ello proporciono un privilegiado conocimiento geográfico del litoral español, una familiaridad con la lengua y un apoyo logístico fundamental desde la costa.
Robín Hood del islam
Aruj no desaprovecho esta sensacional ventaja, y en la primavera de 1512 lanzo su primera gran campaña de terror contra la costa española, el sur de Italia, Baleares, Sicilia y Cerdeña. No tardo en dejar huella, en labrarse una reputación de pirata sanguinario y despiadado, quemando aldeas, esclavizando a comunidades enteras, saqueando y matando con una crueldad que lo hizo celebre en cada rincón del Mediterráneo. Para los magrebíes, Aruj era el “Robín Hood del islam, un pirata legendario con poderes sobrenaturales; para los cristianos era una pesadilla andante, la materialización de sus peores sueños. Pronto comenzaron a circular toda clase de mitos y leyendas relacionados con su persona. Algunos decían que había firmado un pacto con el diablo que hacia invisibles a sus barcos, y las crónicas de la época cuentan que los cristianos se santiguaban cuando alguien mencionaba su nombre.
Bautizado por el mundo cristiano como “Barbarroja”, debido al característico color de su pelo, Aruj, con la inestimable ayuda de su hermano Hizir, no hizo sino alimentar esos mitos, engordarlos, haciendo del terror y la crueldad sus armas más características. Ambos se presentaban como ejecutores de una guerra santa contra el mundo cristiano. Poco a poco su empresa piratica se asentó como un factor desestabilizador de primer orden en el Mediterráneo occidental. Había llegado el momento de ir un paso mas allá, dando una dimensión política a su inmenso poder marítimo. Aprovechando la creciente fragmentación de los reinos árabes del Magreb, muchos de ellos bajo la autoridad de gobiernos títeres de Carlos I, flamante rey de España y futuro emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Aruj envió en 1515 una delegación a Constantinopla para tratar con el sultán Selim en persona. Complacido con la deferencia de los hermanos, el sultán dio el visto bueno a las correrías de los Barbarroja, ofreciéndoles protección y obsequiándoles con una pequeña flota de galeras y una estimable cantidad de pólvora y cañones.
Aruj no perdió tiempo y comenzó a rentabilizar muy pronto su pacto con el sultán. Un año después los hermanos tomaron Argel, llamada a convertirse en paraíso de corsarios, renegados y musulmanes españoles resentidos con hambre de revancha. Con la ciudad norteafricana como centro de operaciones, Barbarroja y sus corsarios eran ahora en vértice de un triangulo que completaban los moriscos españoles, una amenaza permanente que golpeaba desde dentro, y Constantinopla, la cada vez más cercana capital del Imperio otomano. El islam se extendía imparable por el Mediterráneo, y lo que era aun peor, a ojos de España, el enemigo estaba ya a las puertas.
Aruj no desaprovecho esta sensacional ventaja, y en la primavera de 1512 lanzo su primera gran campaña de terror contra la costa española, el sur de Italia, Baleares, Sicilia y Cerdeña. No tardo en dejar huella, en labrarse una reputación de pirata sanguinario y despiadado, quemando aldeas, esclavizando a comunidades enteras, saqueando y matando con una crueldad que lo hizo celebre en cada rincón del Mediterráneo. Para los magrebíes, Aruj era el “Robín Hood del islam, un pirata legendario con poderes sobrenaturales; para los cristianos era una pesadilla andante, la materialización de sus peores sueños. Pronto comenzaron a circular toda clase de mitos y leyendas relacionados con su persona. Algunos decían que había firmado un pacto con el diablo que hacia invisibles a sus barcos, y las crónicas de la época cuentan que los cristianos se santiguaban cuando alguien mencionaba su nombre.
Bautizado por el mundo cristiano como “Barbarroja”, debido al característico color de su pelo, Aruj, con la inestimable ayuda de su hermano Hizir, no hizo sino alimentar esos mitos, engordarlos, haciendo del terror y la crueldad sus armas más características. Ambos se presentaban como ejecutores de una guerra santa contra el mundo cristiano. Poco a poco su empresa piratica se asentó como un factor desestabilizador de primer orden en el Mediterráneo occidental. Había llegado el momento de ir un paso mas allá, dando una dimensión política a su inmenso poder marítimo. Aprovechando la creciente fragmentación de los reinos árabes del Magreb, muchos de ellos bajo la autoridad de gobiernos títeres de Carlos I, flamante rey de España y futuro emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Aruj envió en 1515 una delegación a Constantinopla para tratar con el sultán Selim en persona. Complacido con la deferencia de los hermanos, el sultán dio el visto bueno a las correrías de los Barbarroja, ofreciéndoles protección y obsequiándoles con una pequeña flota de galeras y una estimable cantidad de pólvora y cañones.
Aruj no perdió tiempo y comenzó a rentabilizar muy pronto su pacto con el sultán. Un año después los hermanos tomaron Argel, llamada a convertirse en paraíso de corsarios, renegados y musulmanes españoles resentidos con hambre de revancha. Con la ciudad norteafricana como centro de operaciones, Barbarroja y sus corsarios eran ahora en vértice de un triangulo que completaban los moriscos españoles, una amenaza permanente que golpeaba desde dentro, y Constantinopla, la cada vez más cercana capital del Imperio otomano. El islam se extendía imparable por el Mediterráneo, y lo que era aun peor, a ojos de España, el enemigo estaba ya a las puertas.
Un nuevo Barbarroja
La toma de Tremecén a manos de Barbarroja fue la gota que derramo el vaso. España seguía controlando enclaves esenciales como Orán, o incluso el Peñón de Argel (último reducto de resistencia española en la nueva “capital” del estado corsario de Barbarroja), pero la presión era cada vez mayor, y Aruj, quien soñaba con dar forma a un Estado propio en el Magreb independiente incluso de Constantinopla, ya controlaba la totalidad del territorio que comprende la moderna Argelia. Carlos I no podía seguir negando la evidencia: el comercio español en el Mediterráneo corría peligro de muerte, y los corsarios estaban causando estragos en el Levante español y en el sur de Italia. Así las cosas, y atendiendo a la petición de socorro de la depuesta dinastía árabe de Tremecén, el monarca español decidió invertir militarmente.
Los hombres de Barbarroja lucharon hasta lo último, pero finalmente las defensas de Tremecén fueron doblegadas. Fue un duro golpe para la causa corsaria: el propio Aruj, que vendió cara su piel, perdió la vida en el transcurso del ataque. Nadie habría podido imaginar que los cristianos acabarían echando de menos al corsario. Lo cierto es que Barbarroja era una leyenda, un icono, y las leyendas no mueren tan fácilmente. Hizir, hermano de Aruj, se tiño la barba, tomo las riendas en Argel y dio continuidad al mito. Barbarroja no había muerto, simplemente había cambiado de rostro.
La mala noticia para el mundo cristiano era que el nuevo Barbarroja era más pragmático que su hermano. Consciente de la magnitud del desafío que se abrían ante el tras la toma española de Tremecén, decidió detener definitivamente el sueño de un Estado corsario independiente en el Magreb. En vez de eso envió un emisario a Constantinopla con regalos ofreciendo formalmente su sumisión al sultán, solicitando la inclusión de Argel entre los territorios del Imperio otomano. El nuevo Barbarroja demostraba así, que además de un temible pirata y un excepcional marino era además un hábil político. Selim acogió con entusiasmo la propuesta de Hizir y, acto seguido, lo nombro gobernador de Argelia. El norte de áfrica se convertía así en provincia del Imperio otomano, e Hizir ganaba el respaldo logístico y material de un Estado, el turco, con recursos prácticamente ilimitados. El pacto trajo consigo legitimidad política, pólvora, cañones y no menos importante, un ejército de 2,000 jenízaros. Rebautizado por el sultán como Jeireddín (“Bondad de la fe”), Barbarroja consiguió asentar su poder en el Magreb dando cohesión a un Estado que, en tiempos de Aruj, carecía de fundamentos sólidos. Los nuevos Jenízaros de Argel sometieron a la autoridad de Barbarroja a los bereberes autóctonos, convirtiéndose en la columna vertebral del poder del flamante gobernador tanto en tierra como en mar, donde marcaban la diferencia en el combate cuerpo a cuerpo.
Carlos I (ahora Carlos V), flamante emperador del Sacro Imperio Romano, dignidad que añadía una carga de responsabilidad extra a los múltiples frentes abiertos, se enfrentaba a un escenario cada vez más hostil y complejo. A su guerra con Francisco I de Francia se sumaba ahora la consolidación del norte de África como apéndice del Imperio otomano, las excepcionales cualidades de Jeireddín, un rival terrorífico, y el ascenso de Solimán el Magnífico al trono de Constantinopla, un monarca enérgico y agresivo dispuesto a golpear al mundo cristiano en todos los frentes.
La toma de Tremecén a manos de Barbarroja fue la gota que derramo el vaso. España seguía controlando enclaves esenciales como Orán, o incluso el Peñón de Argel (último reducto de resistencia española en la nueva “capital” del estado corsario de Barbarroja), pero la presión era cada vez mayor, y Aruj, quien soñaba con dar forma a un Estado propio en el Magreb independiente incluso de Constantinopla, ya controlaba la totalidad del territorio que comprende la moderna Argelia. Carlos I no podía seguir negando la evidencia: el comercio español en el Mediterráneo corría peligro de muerte, y los corsarios estaban causando estragos en el Levante español y en el sur de Italia. Así las cosas, y atendiendo a la petición de socorro de la depuesta dinastía árabe de Tremecén, el monarca español decidió invertir militarmente.
Los hombres de Barbarroja lucharon hasta lo último, pero finalmente las defensas de Tremecén fueron doblegadas. Fue un duro golpe para la causa corsaria: el propio Aruj, que vendió cara su piel, perdió la vida en el transcurso del ataque. Nadie habría podido imaginar que los cristianos acabarían echando de menos al corsario. Lo cierto es que Barbarroja era una leyenda, un icono, y las leyendas no mueren tan fácilmente. Hizir, hermano de Aruj, se tiño la barba, tomo las riendas en Argel y dio continuidad al mito. Barbarroja no había muerto, simplemente había cambiado de rostro.
La mala noticia para el mundo cristiano era que el nuevo Barbarroja era más pragmático que su hermano. Consciente de la magnitud del desafío que se abrían ante el tras la toma española de Tremecén, decidió detener definitivamente el sueño de un Estado corsario independiente en el Magreb. En vez de eso envió un emisario a Constantinopla con regalos ofreciendo formalmente su sumisión al sultán, solicitando la inclusión de Argel entre los territorios del Imperio otomano. El nuevo Barbarroja demostraba así, que además de un temible pirata y un excepcional marino era además un hábil político. Selim acogió con entusiasmo la propuesta de Hizir y, acto seguido, lo nombro gobernador de Argelia. El norte de áfrica se convertía así en provincia del Imperio otomano, e Hizir ganaba el respaldo logístico y material de un Estado, el turco, con recursos prácticamente ilimitados. El pacto trajo consigo legitimidad política, pólvora, cañones y no menos importante, un ejército de 2,000 jenízaros. Rebautizado por el sultán como Jeireddín (“Bondad de la fe”), Barbarroja consiguió asentar su poder en el Magreb dando cohesión a un Estado que, en tiempos de Aruj, carecía de fundamentos sólidos. Los nuevos Jenízaros de Argel sometieron a la autoridad de Barbarroja a los bereberes autóctonos, convirtiéndose en la columna vertebral del poder del flamante gobernador tanto en tierra como en mar, donde marcaban la diferencia en el combate cuerpo a cuerpo.
Carlos I (ahora Carlos V), flamante emperador del Sacro Imperio Romano, dignidad que añadía una carga de responsabilidad extra a los múltiples frentes abiertos, se enfrentaba a un escenario cada vez más hostil y complejo. A su guerra con Francisco I de Francia se sumaba ahora la consolidación del norte de África como apéndice del Imperio otomano, las excepcionales cualidades de Jeireddín, un rival terrorífico, y el ascenso de Solimán el Magnífico al trono de Constantinopla, un monarca enérgico y agresivo dispuesto a golpear al mundo cristiano en todos los frentes.
Mediterráneo: Campo de batallas
Si en algún momento Carlos llego a pensar que la muerte de Aruj Barbarroja era un alivio para la cristiandad, pronto cambiaria de parecer. Con el Magreb convertido en primera línea de batalla entre la monarquía hispánica (y la cristiandad) y el imperio turco, Jeireddín Barbarroja comenzó a forjar su propia leyenda. Sendas expediciones enviadas por Carlos contra Argel, al mando de Hugo de Moncada, acabaron en sonado fracaso. El emperador ofreció a Barbarroja un generoso rescate por los prisioneros, y Jeireddín respondió ejecutándolos a todos. De nuevo Carlos volvió a dirigirse al nuevo Barbarroja tratando de comprar la repatriación de sus cuerpos. El corsario respondió lanzando sus cuerpos al mar sin ningún miramiento.
Entretanto el flujo de corsarios y renegados en dirección de Argel para unirse a la causa del invencible Jeireddín era imparable. Barbarroja surcaba las aguas del Mediterráneo occidental con una flota de decenas de naves, asaltando y secuestrando barcos mercantes, boicoteando los intereses comerciales de España, haciendo incursiones en la costa para arrasar aldeas y ciudades, esclavizando a miles y miles de civiles desamparados.
El negocio de compra-venta de esclavos era uno de los más rentables de la época tanto los corsarios berberiscos como los cristianos obtenían ingentes beneficios con esta práctica. El tráfico de seres humanos en ambos bandos durante el siglo XVI registro niveles escalofriantes. Los habitantes del Mediterráneo Vivian aterrorizados, en un estado de estrés permanente. Las correrías de Barbarroja y además corsarios berberiscos debieron causar un impacto psicológico brutal entre la población civil. Si se caía en manos de los corsarios podían ocurrir dos cosas, que la familia tuviera recursos para pagar el rescate, con lo que la liberación podía ser cuestión de horas, o que se perteneciera a una familia sin recursos y nadie pudiera pagar por la liberación. En tal caso la victima acabaría quizá sirviendo como esclavo en galeras en condiciones penosas, no volvería jamás a ver a los suyos y moriría en alta mar, encadenado a un remo tal vez por efecto del hambre o de la sed.
Los habitantes del litoral español o italiano sabían perfectamente lo que les esperaba si caían en manos de Barbarroja. La crueldad de Jeireddín, matizada por esa incomprensión cultural, ese odio religioso, ese antagonismo de civilizaciones, convirtió al Mediterráneo en un lugar inhabitable durante muchas décadas. Las correrías de la flota corsaria de Barbarroja, sumadas a la pérdida del último baluarte cristiano en Argel, el Peñón, hizo la situación de España insostenible. El riesgo de perder de modo definitivo el Mediterráneo era muy real. Finalmente Carlos accedió a escuchar el consejo de quienes veían en la intervención en el Magreb un asunto de vida o muerte. Esta vez el emperador no escatimo en gastos ni en medios; contrato los servicios del almirante genovés Andrea Doria, el marino más brillante del Mediterráneo cristiano quien tomo el mando de las operaciones contra Barbarroja. Doria golpeo primero en la costa griega, pero Solimán reacciono con contundencia. El sultán turco puso a disposición de Barbarroja, nombrado Kapudan Pasha (almirante de la flota otomana) para la ocasión, una grandiosa flota que salió de Constantinopla en mayo de 1534 arrasando a su paso las ya maltrechas costas del sur de Italia con la crueldad de costumbre. La última parada de la travesía seria Túnez, que tras la rendición del gobernador filoespañol Muley Hasan caía en manos de Barbarroja sin apenas resistencia.
Nunca como después de la captura de Túnez, que abría de par en par las puertas de la península Ibérica a Barbarroja, la monarquía hispánica vivió horas más críticas en el Mediterráneo. El desafío corsario había dado paso a una guerra total, con una escalada imparable de violencia naval entre las dos grandes potencias de la época. Las poblaciones de las costas fueron evacuadas, las aseguradoras navales multiplicaron sus precios y no había un solo rincón del Mediterráneo que no estuviera en máxima alerta. Así, tras recurrir de nuevo a Doria, y al experimentado Álvaro de Bazán “el viejo”, almirante de Castilla, el emperador conformo una poderosísima flota, costeada con el oro de América, con 74 galeras, más de 300 naves y un total de 30,000 hombres llegados desde todos los rincones del imperio. Conto además con la inestimable ayuda de los caballeros de San Juan, enemigos íntimos de los Barbarroja, para poner la Goleta bajo asedio. Después de un mes de resistencia, Barbarroja, impotente ante la magnitud del asalto, renuncio a la defensa de Túnez, escapando de una muerte segura en dirección a Argel, dejando la ciudad a merced de las tropas del emperador.
Si en algún momento Carlos llego a pensar que la muerte de Aruj Barbarroja era un alivio para la cristiandad, pronto cambiaria de parecer. Con el Magreb convertido en primera línea de batalla entre la monarquía hispánica (y la cristiandad) y el imperio turco, Jeireddín Barbarroja comenzó a forjar su propia leyenda. Sendas expediciones enviadas por Carlos contra Argel, al mando de Hugo de Moncada, acabaron en sonado fracaso. El emperador ofreció a Barbarroja un generoso rescate por los prisioneros, y Jeireddín respondió ejecutándolos a todos. De nuevo Carlos volvió a dirigirse al nuevo Barbarroja tratando de comprar la repatriación de sus cuerpos. El corsario respondió lanzando sus cuerpos al mar sin ningún miramiento.
Entretanto el flujo de corsarios y renegados en dirección de Argel para unirse a la causa del invencible Jeireddín era imparable. Barbarroja surcaba las aguas del Mediterráneo occidental con una flota de decenas de naves, asaltando y secuestrando barcos mercantes, boicoteando los intereses comerciales de España, haciendo incursiones en la costa para arrasar aldeas y ciudades, esclavizando a miles y miles de civiles desamparados.
El negocio de compra-venta de esclavos era uno de los más rentables de la época tanto los corsarios berberiscos como los cristianos obtenían ingentes beneficios con esta práctica. El tráfico de seres humanos en ambos bandos durante el siglo XVI registro niveles escalofriantes. Los habitantes del Mediterráneo Vivian aterrorizados, en un estado de estrés permanente. Las correrías de Barbarroja y además corsarios berberiscos debieron causar un impacto psicológico brutal entre la población civil. Si se caía en manos de los corsarios podían ocurrir dos cosas, que la familia tuviera recursos para pagar el rescate, con lo que la liberación podía ser cuestión de horas, o que se perteneciera a una familia sin recursos y nadie pudiera pagar por la liberación. En tal caso la victima acabaría quizá sirviendo como esclavo en galeras en condiciones penosas, no volvería jamás a ver a los suyos y moriría en alta mar, encadenado a un remo tal vez por efecto del hambre o de la sed.
Los habitantes del litoral español o italiano sabían perfectamente lo que les esperaba si caían en manos de Barbarroja. La crueldad de Jeireddín, matizada por esa incomprensión cultural, ese odio religioso, ese antagonismo de civilizaciones, convirtió al Mediterráneo en un lugar inhabitable durante muchas décadas. Las correrías de la flota corsaria de Barbarroja, sumadas a la pérdida del último baluarte cristiano en Argel, el Peñón, hizo la situación de España insostenible. El riesgo de perder de modo definitivo el Mediterráneo era muy real. Finalmente Carlos accedió a escuchar el consejo de quienes veían en la intervención en el Magreb un asunto de vida o muerte. Esta vez el emperador no escatimo en gastos ni en medios; contrato los servicios del almirante genovés Andrea Doria, el marino más brillante del Mediterráneo cristiano quien tomo el mando de las operaciones contra Barbarroja. Doria golpeo primero en la costa griega, pero Solimán reacciono con contundencia. El sultán turco puso a disposición de Barbarroja, nombrado Kapudan Pasha (almirante de la flota otomana) para la ocasión, una grandiosa flota que salió de Constantinopla en mayo de 1534 arrasando a su paso las ya maltrechas costas del sur de Italia con la crueldad de costumbre. La última parada de la travesía seria Túnez, que tras la rendición del gobernador filoespañol Muley Hasan caía en manos de Barbarroja sin apenas resistencia.
Nunca como después de la captura de Túnez, que abría de par en par las puertas de la península Ibérica a Barbarroja, la monarquía hispánica vivió horas más críticas en el Mediterráneo. El desafío corsario había dado paso a una guerra total, con una escalada imparable de violencia naval entre las dos grandes potencias de la época. Las poblaciones de las costas fueron evacuadas, las aseguradoras navales multiplicaron sus precios y no había un solo rincón del Mediterráneo que no estuviera en máxima alerta. Así, tras recurrir de nuevo a Doria, y al experimentado Álvaro de Bazán “el viejo”, almirante de Castilla, el emperador conformo una poderosísima flota, costeada con el oro de América, con 74 galeras, más de 300 naves y un total de 30,000 hombres llegados desde todos los rincones del imperio. Conto además con la inestimable ayuda de los caballeros de San Juan, enemigos íntimos de los Barbarroja, para poner la Goleta bajo asedio. Después de un mes de resistencia, Barbarroja, impotente ante la magnitud del asalto, renuncio a la defensa de Túnez, escapando de una muerte segura en dirección a Argel, dejando la ciudad a merced de las tropas del emperador.
Muere un hombre nace una leyenda
La victoria se festejo en cada ciudad y en cada puerto del Mediterráneo. Muchos daban a Barbarroja por muerto, pero no tardarían en desengañarse. De nuevo Carlos no supo aprovechar la excepcional victoria en Túnez de 1535, Jeireddín volvió a las andadas con una nueva flota construida en el arsenal de Constantinopla. Causo estragos en el sur de Italia otra vez, a tal punto que Roma ya no se sentía segura. Doria no se daba abasto, y pronto quedo claro que solo había un modo de frenar al diabólico corsario: una alianza de toda la cristiandad contra el enemigo común. En 1537 el papa pablo III tomo cartas en el asunto constituyendo la Liga Santa, formada por España, los Estados pontificios, el Sacro Imperio Romano Germánico y la República de Venecia. Demasiados intereses conviviendo en una misma flota frente a la rocosa y homogénea estructura de la armada turca de Barbarroja. Las dudas de Doria, celoso de exponer sus propios barcos de batalla, hicieron el resto. En la bahía de Préveza (en territorio griego), en septiembre de 1538 Barbarroja se desquito de la decepción de Túnez derrotando a la Liga Santa. Ya no era la derrota de España, era la derrota de toda la cristiandad. Préveza fue un durísimo golpe moral para el Mediterráneo cristiano, y las perspectivas no mejoraron tras un desastroso asalto a Argel ejecutado con prisas, que llevo a la perdida para España de más de 8,000 hombres.
Barbarroja siguió, en los años sucesivos alimentando su leyenda; amplio su reinado de terror sobre las aguas de un Mediterráneo que ya era turco. En el verano de 1544, no obstante, atraco por última vez en Constantinopla. Dos años después, a la edad de ochenta años, murió víctima de una persistente fiebre, en su palacio de la capital turca. Enterrado en un espectacular mausoleo frente al Bósforo, fue despedido con los honores debidos a su extraordinario legado; su tumba se convirtió en lugar de peregrinación y su muerte no acabo, ni mucho menos, con la lacra de los corsarios berberiscos en el Mediterráneo, que seguiría siendo turco hasta la victoria cristiana en Lepanto en 1571. Pero su leyenda siguió muy viva en los dos Mediterráneos, en el turco como la de un santo, un héroe nacional, y en el cristiano como la del más sanguinario pirata que vieron los tiempos.
La victoria se festejo en cada ciudad y en cada puerto del Mediterráneo. Muchos daban a Barbarroja por muerto, pero no tardarían en desengañarse. De nuevo Carlos no supo aprovechar la excepcional victoria en Túnez de 1535, Jeireddín volvió a las andadas con una nueva flota construida en el arsenal de Constantinopla. Causo estragos en el sur de Italia otra vez, a tal punto que Roma ya no se sentía segura. Doria no se daba abasto, y pronto quedo claro que solo había un modo de frenar al diabólico corsario: una alianza de toda la cristiandad contra el enemigo común. En 1537 el papa pablo III tomo cartas en el asunto constituyendo la Liga Santa, formada por España, los Estados pontificios, el Sacro Imperio Romano Germánico y la República de Venecia. Demasiados intereses conviviendo en una misma flota frente a la rocosa y homogénea estructura de la armada turca de Barbarroja. Las dudas de Doria, celoso de exponer sus propios barcos de batalla, hicieron el resto. En la bahía de Préveza (en territorio griego), en septiembre de 1538 Barbarroja se desquito de la decepción de Túnez derrotando a la Liga Santa. Ya no era la derrota de España, era la derrota de toda la cristiandad. Préveza fue un durísimo golpe moral para el Mediterráneo cristiano, y las perspectivas no mejoraron tras un desastroso asalto a Argel ejecutado con prisas, que llevo a la perdida para España de más de 8,000 hombres.
Barbarroja siguió, en los años sucesivos alimentando su leyenda; amplio su reinado de terror sobre las aguas de un Mediterráneo que ya era turco. En el verano de 1544, no obstante, atraco por última vez en Constantinopla. Dos años después, a la edad de ochenta años, murió víctima de una persistente fiebre, en su palacio de la capital turca. Enterrado en un espectacular mausoleo frente al Bósforo, fue despedido con los honores debidos a su extraordinario legado; su tumba se convirtió en lugar de peregrinación y su muerte no acabo, ni mucho menos, con la lacra de los corsarios berberiscos en el Mediterráneo, que seguiría siendo turco hasta la victoria cristiana en Lepanto en 1571. Pero su leyenda siguió muy viva en los dos Mediterráneos, en el turco como la de un santo, un héroe nacional, y en el cristiano como la del más sanguinario pirata que vieron los tiempos.
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